jueves, 13 de noviembre de 2008

Cosas que llevan a otras

Se me revolvieron las tripas en cuanto lo vi. Ya no pude mirarlo más, claro, porque cada vez que, simplemente, recordaba la escena, algo subía por mis adentros. Tenía pinta de arcada.

No entendía por qué Adolfo los había invitado a cenar. Pensé que, como otras veces, le había entrado la vena solidaria y que tendría que tragarme el asco y el desprecio para después escupirlo cuando estuviese a solas. Pero no fue exactamente así.

La cena no estuvo mal del todo, mi marido no se esforzó en absoluto por disimular su asco y desprecio (que él también tiene mucho de eso), y, aunque me pareció que era de mal gusto, yo me relajé y me dejé llevar

Y terminó, con esas dos personas dudando de la buena obra que estábamos llevando a cabo, y con nosotros sin disimular en ningún momento que éramos superiores. Y como una cosa llevó a la otra, mi marido, sin mediar palabra, se levantó, cogió el atizador de la chimenea y se lo clavó en la cabeza al que estaba a su derecha. Yo me reí, porque la escena había sido cómica de verdad, la cara del aquel hombre cuando se había dado cuenta de lo que iba a pasar fue tronchante.

El otro escapó, pero mi marido lo enganchó en las escaleras por el ojo, bueno, más bien, por el hueco del ojo.

Se me revolvieron las tripas en cuanto lo vi. Ya no pude mirarlo más, claro, porque cada vez que, simplemente, recordaba la escena, algo subía por mis adentro. Tenía pinta de arcada.

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