miércoles, 24 de septiembre de 2008

La carta desaparecida

Blanca se sintió morir y apagó la tele. Nunca había entendido el afán por mostrar la crueldad humana, como si alguien necesitase que se la enseñaran para creer en ella, pero en ese instante llamaron al timbre, y la carta que le entregaron alejó esos pensamientos de su mente.

Su vida era normal, acababa de separarse después de quince años de relación, tenía dos hijos a los que quería más que a su vida, y un trabajo que le permitía no tener que depender de nadie, ni siquiera de su ex. Estaba contenta porque por fin había tomado la decisión que llevaba macerando en su cabeza durante demasiado tiempo, y no se arrepentía en absoluto de haber abandonado su “estable” vida al lado de Daniel, por otra más impredecible pero mucho más divertida y alegre. No quería otra cosa más que ser feliz, en la medida de lo posible, claro, tampoco es que fuese una ingenua y pensase que todo iba a ser de color de rosa, pero mejor que antes seguro que sí.

Abrió la carta. Sólo había un papel en blanco con una fecha y una hora, faltaban dos días para ese instante. No entendió lo que le querían decir, pero, en vez de tirarla, la guardó en la mesilla de noche y se fue a hacer la comida, sus hijos no tardarían en llegar.

Esa tarde la llamó Daniel:

- ¿Podríamos quedar para hablar del tema?
- ¿De qué tema?, ¿del de siempre?, ya te he dicho que no voy a volver, te pongas como te pongas.
- ¿Y no podrías darme otra oportunidad? Te prometo que las cosas serán diferentes. Ya he aprendido la lección, por favor.
- No es una lección, es una elección: la que yo he hecho. Además, no deberías prometer cosas que no vas a cumplir. Te he dado muchas oportunidades, y tú no has sabido aprovecharlas. No voy a volver, y deberías dejar de pedírmelo, es una situación muy incómoda para mí.
- Te arrepentirás, estoy seguro de que te arrepentirás.
- ¿Ya estamos con las amenazas? Por favor, déjame en paz.

Después de colgar se puso a llorar. La decisión estaba tomada, pero no por ello era menos dolorosa, y él se empeñaba en ponerlo aún más difícil. Ahora estaba enfadada, pero sabía que eso podía cambiar fácilmente, y no quería que él siguiese por ese camino, podía ser su perdición.

Los días pasaban tranquilos, salvo por las llamadas que no dejaban de sucederse continuamente, y que siempre seguían el mismo patrón, peticiones, súplicas, y, al final, amenazas que no se cumplirían. Y seguía con su rutina, con su trabajo, con sus hijos, disfrutando de cada momento porque la carga que llevaba consigo había desaparecido. Se sentía libre, se sentía segura y confiada en que todo saldría bien.

Recibió una llamada y ya estaba preparada para el suplicio diario que suponía hablar con él, pero una voz desconocida preguntó por ella.

- ¿Podría hablar con Blanca Álvarez, por favor?
- Sí, soy yo.
- Su marido ha tenido un accidente.
- Estamos separándonos. Ya no es mi marido.
- Lo siento, encontramos su número y es el único familiar que consta.
- ¿Qué le ha pasado?
- Lo han atropellado, no ha muerto pero está muy mal, debería venir o avisar a alguien de su familia.
- Iré yo, ¿en qué hospital está?
- En el Provincial. En la entrada pregunte por la doctora Martos y me llamarán.
- Gracias, voy para allí.

El viaje al hospital fue horrible. ¿Y si se moría?, ¿y si…?, tenía que dejar de pensar, ya se enteraría cuando llegase. Tendría que decírselo a los niños, tendría que ocuparse de todo, y tenía que suceder ahora, justamente ahora.

Cuando llegó y habló con la doctora Martos se enteró de que le habían atropellado a pocas calles de su casa, y que el coche había huido, aunque tenían una descripción y parte de la matricula, pero esas eran cuestiones a tratar con la policía. Su marido estaba mal, muy mal, no sabían si saldría de ésta. El golpe en la cabeza había sido fuerte y de momento estaba en coma, las fracturas de fémur y cadera estaban ya estabilizadas, y lo único que preocupaba era su cráneo y su cerebro. Iban a esperar para hacerle las pruebas, pero si no respondía, habría que estar preparados para una posible donación de órganos.

Se quedó estupefacta. No lo quería en su vida, pero no quería que muriese, el cariño aún estaba ahí, por muy mal que se hubiese comportado le gustaba recordar cómo era cuando se conocieron, le gustaba pensar que su equivocación había estado justificada.

La doctora llamó a un policía y le hicieron muchas preguntas. Ella no tenía nada que ocultar, pero se sintió incómoda, no supo decir por qué. Le dijeron que el atropello había ocurrido a las doce y media del mediodía, y sólo entonces se acordó de la carta.

La fecha y la hora eran las que había leído en aquel papel, y comenzó a ponerse nerviosa. Se lo dijo al policía, y éste se le quedó mirando fijamente sin decir nada. Le dijo que necesitaba la carta, que le acompañaría a casa a buscarla, y fueron a buscar el coche.

Cuando llegaron fue directa a la mesilla, pero no estaba en el cajón en el que la había dejado. El policía estaba detrás de ella y eso la puso más nerviosa aún. ¿Dónde coño estaba la maldita carta? Volcó los cajones y un millón de objetos cayeron y se desperdigaron sobre la cama, incluso su vibrador, pero ella sólo estaba pendiente de encontrar aquel sobre sin remite, como si le fuese la vida en ello. Buscó también en la otra mesilla, en todos los cajones de la casa por si acaso Dina, la chica que venía a limpiar, la había cambiado de sitio. Pero Dina nunca había tocado nada de sus cajones, no tenía por qué sospechar de ella, aún así la llamó. No sabía nada, y no había tocado sus cajones, ella no los limpiaba por dentro.

El policía le pidió que le acompañase a la Comisaría, tendría que prestar declaración, además de aportar datos para la investigación, y, por supuesto, llevar la documentación del coche que poseía.

Aún no lo era, pero poco a poco se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Tuvo que contar su versión unas diez veces más, y lo que encontraba frente a ella eran policías amables y considerados que decían que la creían, con miradas que no mentían y decían lo contrario.

Le informaron sobre el automóvil del atropello, y, al parecer, el modelo y las cifras de la matrícula coincidían con el suyo. Ahí fue cuando comenzó a tener miedo, aunque pensaba que nadie en su sano juicio creería que ella había intentado matar a Daniel. ¿Para qué? Si ya se había deshecho de él, ya no tenía que aguantarlo más, y con eso le llegaba. Era el padre de sus hijos, habían estado más de quince años juntos, no lo odiaba, simplemente no lo aguantaba más. No había razones para matarlo, pero a ellos les daba igual, las miradas acusadoras crecían por momentos.

Le dejaron volver a casa, pero no podría visitar a su marido en el hospital, tuvo que llamar a una prima para que estuviese con él. Explicó a sus hijos lo que había pasado, pero no les dijo nada de las sospechas de la policía, pensaba que se solucionaría. Les preguntó si habían rebuscado en sus cajones o si habían cogido alguna carta, pero ninguno de los dos sabía nada del tema. Desde siempre les había educado en el respeto a la intimidad y nunca habían sido cotillas con las cosas de los demás.

Lo peor era la soledad. Tenía amigas a quien llamar, pero no quería molestarlas. Se había acostumbrado a la soledad, a hacer las cosas sola, a no esperar que nadie la salvase de esa soledad que la envolvía por momentos. Y llegó un momento en el que simplemente dejó de luchar, ya no se sintió sola porque ya no esperaba que nadie estuviese a su lado. Hay que aceptar las cosas como vienen, y ella se había convertido en una experta.

La llamada que hizo fue a un amigo, abogado, al que le hizo mil preguntas y le pidió que le asesorase si todo esto continuaba. Si todo esto continuaba, ¿por qué habría de continuar? Ella no tenía nada que ocultar, ella no había hecho nada, no tenía por qué protegerse. ¿De qué?,¿de la policía?, ¿de las personas en las que se supone que debía confiar cuando te pasa algo malo? Ahuyentó esos pensamientos de su cabeza y se fue a dormir.

Durmió mal, y una de tantas veces que estuvo paseando por la casa se acercó a la ventana y vio un coche con dos hombres dentro. A uno lo había conocido ese día, así fue como supo que la estaban vigilando. Eso no hizo que durmiese mejor.

A la mañana siguiente se presentaron otros policías y le enseñaron una orden para requisar su coche. Llamó al trabajo para decir que estaba enferma. No podía, ni quería, enfrentarse a la rutina como si no hubiese pasado nada. El miedo aumentaba por momentos.

A las diez llegó Dina para limpiar. Le preguntó por su mala cara, pero la suya no era mucho mejor. No le comentó nada, no quiso que ella se asustara y decidiera no venir más o algo así. Había llegado a un punto en el que pensaba que todo el mundo la creería culpable, porque incluso ella misma comenzaba a creerlo.

Por la tarde la fueron a buscar para llevarla otra vez a comisaría. Ya no le importaba demasiado lo que ellos creyesen, estaba asumiendo, como había asumido otras cosas, que iba a ser así, que no la dejarían en paz hasta que confesase algo que no había hecho. Llamó a Raúl, su amigo abogado, o ahora casi mejor, su abogado amigo, y le dijo que iba para allá. Una vez allí le dio un abrazo, el primero que daba a alguien desde la noticia, y, aunque fue un pequeño gesto, ella se sintió mucho mejor. Es extraño que el simple contacto humano nos dé tantas fuerzas para continuar cuando ya pensábamos que la caída estaba próxima.

Le informaron de que su marido no respondía a los estímulos, y que, seguramente en un par de días, tendría que decidir qué hacer. También le dijeron que habían encontrado restos en su coche, que tenía un golpe y que habían extraído muestras para ver si se correspondían con la ropa que llevaba su marido el día anterior. Ella ya no podía articular palabra, todo se estaba confirmando sin que ella hubiese hecho nada, sin ser culpable. Sólo podía llorar, no tenía más que decir porque si no la habían creído antes, menos la creerían ahora. Sólo pensaba en sus hijos, qué harían con ellos, quién se quedaría con ellos, qué sería de ellos. Esperaba que antes de detenerla le dejasen abrazarlos por última vez. Pero de repente el tono cambió por completo, comenzaron a hacerle preguntas sobre Dina, a las que ella respondía entre sollozos pensando que sólo intentaban distraerla, pero cuando le soltaron la bomba: “¿sabía usted que su marido y Dina tenían una relación?”, se quedó alucinada. ¿Una relación? ¿Qué tipo de relación?, claro que tenían una relación, él era su jefe mientras vivía en casa con su familia. No había otra relación. Pero, al parecer, estaba equivocada. Dina y su marido habían estado juntos por lo menos durante seis meses, y ella ahora estaba embarazada. Cuando Blanca había tomado la decisión del divorcio, él había roto con Dina para intentar volver con su familia. Dina se había enamorado de él y no quería que la relación terminara, y la única forma que encontró fue intentar deshacerse de Blanca. Le mandó la carta y atropelló a Daniel con el coche de Blanca, sabía donde estaban las llaves y sabía que ella no se daría cuenta. Se llevó la carta que le había enviado y así todas las sospechas caerían sobre ella. Pero no sabía que Daniel guardaba fotos y cartas de su relación, le había dicho que las había tirado, pero no había sido así.

- Daniel siempre fue un sentimental.

1 comentario:

quely dijo...

está muy bien este relato ,jamás imaginaría q dina era la culpable de todo,pero así es el amor.Lo q me dejó un poco descolocada fué lo del vibrador,jajajaja.Ya ves q no soy muy crítica